sábado, 1 de mayo de 2010

MEMORIAS DEL TALLER DE TEATRO RINE LEAL CUBA 2010 (2)

M E M O R I A S

del

Taller de Investigaciones Rine Leal 2010

-día 29 de abril-


-TEXTOS Colaboración Esther Suarez Durán (Cuba)-


Minín Bujones: todos los paisajes.

(Fragmentos de la ponencia presentada por Esther Suárez Durán, investigadora del CNIAE)



Nace el 19 de julio de 1925 en La Habana. Su nombre es Herminia Bujones, asume como nombre artístico el de Minín Bujones.

Desde la infancia estuvo relacionada con la escena, actuaba y cantaba y con solo diez años participaba en un espectáculo de estampas internacionales que conducía un director mexicano donde Minín cantaba La flor del Yumurí.

Llega al mundo profesional tras su triunfo en el popularísimo programa de aficionados La corte suprema del arte, la iniciativa de los empresarios Cambó y Gabriel para buscar nuevas figuras que satisfagan las necesidades de la radio y que da inicio en 1937 y encuentra amplio respaldo en la población.

Muy pronto Minín Bujones ganó popularidad en este medio. Al punto que, consecuente con la dinámica propia de las industrias culturales, en 1942 el cine cubano la incorpora. Interviene en el que sería su primer filme: Romance musical , del cual lamentablemente no se conserva copia, junto a Rita Montaner, Aníbal de Mar, Enriqueta Sierra, Otto Sirgo, Marcelo Agudo, Rosita Fornés, bajo la dirección de Ernesto Caparrós, quien fuera uno de los principales directores de la cinematografía pre- revolucionaria; al siguiente año aparece en Hitler soy yo (1943), compartiendo escena con Adolfo Otero, Julio Díaz, Aníbal de Mar, una de las producciones humorísticas del empresario mediático Manolo Alonso.

Protagonizó algunos espacios humorísticos en la radio, como Postales Pilón, junto a Alicia Rico, hacia 1945 y, posteriormente, en 1947, La consulta del doctor Chapotín, con Enrique Arredondo. También intervino con un personaje de Gallega que ella delineó muy bien en A reírse rápido. Sin embargo la versatilidad de la actriz impide que la encasillen, de tal modo que cuando en 1948 se produce el lamentable accidente que le costó la vida a la actriz española María Valero quien desarrollaba el personaje protagónico de Isabel Cristina en la luego legendaria radio novela El derecho de nacer, es Minín la actriz seleccionada para sustituirla y llevar la serie hasta sus trescientos catorce capítulos. Se dice que este trabajo conribuyó a su consagración definitiva.

Pero años antes, a mitad de los años cuarenta, el naciente teatro de arte que buscaba estrategias diversas de sobrevivencia y legitimación no dudó en contar con ella. Cuando Modesto Centeno trae de su último viaje a Nueva York The glass menagerie, de un autor que resulta inédito para la escena cubana, Tennessee Williams, y la entusiasta Marisabel Sáenz la traduce al español, la directiva del emergente Teatro ADAD no duda en invitar a la ya naciente estrella que es Minín a interpretar junto a ellos el personaje protagónico de Laura en Mundo de cristal, título por el cual se reconoció la referida obra en nuestro idioma. Es este el primer gran éxito de la Bujones en el teatro cubano.

A fines del 47 se crea un nuevo grupo, Farseros; la iniciativa se inscribe en el propósito de pasar de la función esporádica a la realización de temporadas teatrales que garantizaran el desarrollo del teatro en el país. Es este uno de los primeros intentos en tal sentido, el que preludia aquel otro que hará luego el grupo Las Máscaras en los albores de los cincuenta.

En una intensa labor Farseros prepara los mejores espectáculos ofrecidos antes por los grupos Patronato del Teatro y ADAD, quienes secundan el esfuerzo, con el objetivo manifiesto de contar con varias obras para garantizar una programación diversa y atractiva, entre ellas se hallan La voz de la tórtola y Hamlet, en las cuales participa Minín Bujones quienes recibe halagos por ambos trabajos, en particular por su Ofelia con la cual comparte la escena con la gran Marisabel Sáenz, que interpretaba a la Reina Gertrudis, y Eduardo Egea que tenía a su cargo al joven Hamlet. Este trabajo le valió a Minín el Premio Talía de la temporada 1947-1948.



(El texto íntegro se publicará próximamente en una de las revistas culturales cubanas)

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SUITE PARA VERÓNICA.

(Texto presentado por Roberto Viña (Teatrología, II año) e Inés Valdés Rivera (Teatrología, I año)



Primer movimiento

Pequeña Introducción infantil.

La escena la imagino en un cine de la Habana, aunque podría situarse en Pinar del Río, en el cine de estreno de San Diego de los Baños. Un cine donde la penumbra permite observar lo esencial, y eso es una niña sonriente sentada frente a la gran pantalla en blanco. Una escena sobria, sin muchos detalles artificiales. En caso de ser analizada, esta sería sólo una escena donde se combinan dos artes esenciales para la vida de una actriz, el cine y el teatro, con el detalle de que aún esa actriz no actúa, de que aún no conoce. La niña tiene una sonrisa inquieta, esa debe ser una acotación precisa, y remarcada dentro de lo posible. La niña tiene una sonrisa inquieta. El resto de la indumentaria escénica debe apoyarse para la recreación de los años cuarenta. Algún año perdido de los cuarenta, donde el teatro permita esa reconstrucción de la memoria que otorga saltos cualitativos cuando pretende apresar y comunicar hechos como cabos sueltos. La escena es simple si se quiere. Una niña frente a la gran pantalla de un cine, de espaldas al público; vestida de domingo, con esa elegancia que en los lunes no tendría razón de estreno, ni de salida. Un domingo caluroso de la Habana. De repente la pantalla se oscurece y las imágenes saltan a la vista. Una niña hipnotizada ante la visión. Sobre el fondo blanco se proyecta a otra niña, una simpática infante que con su vestidito de vuelos acribilla a preguntas a un negro zapatero. ¿Sabes cuál es la escena? Si no lo sabes, no importa. Tampoco podría describirla eficientemente, porque lo mejor de esa escena es verla. Es permitir presenciarla y dejar que te cambie la vida. No sé como podrías pensar que una escena no le cambia la vida a una chiquilla. Si hay cosas más simples como un nombre que te cambian la vida, la escena de una niña mirando otra niña bailar puede ser un acontecimiento revelador. Una niña ya no lo es, cuando de repente descubre que quiere hacer lo mismo que la niña de la pantalla, ya no es niña cuando brincar, bailar, saltar de ti misma supone un deseo intuitivo. No importa cómo, pero ya la niña no es la misma, en todo caso, sigue siendo pequeña, pero ahora quiere concebirse como artista. Cuando se quiere ser artista se ha perdido toda conciencia presente de la infancia, y esta pasa a ser una herramienta memorable y efectiva cuando se desea interpretar una escena donde una niña, en un cine, le cambia la vida ver bailar a Shirley Temple. La película se detiene aunque la escena continúa, la madre aparece con un efecto teatral ante ella, y enseguida la abraza, y le confiesa que ya sabe lo que quiere ser cuando sea grande, con esa noción inmediata de adultez que tienen los niños, ella quiere ser artista. Mi niña que aún no se llama Verónica, sólo le bastó eso, una escena, un baile de tap conjunto, una niña blanca y un negro viejo como contraste mágico del cine norteamericano de los cuarenta. ¿Quién puede decir que no es así como se construye un sueño? En mi escena imaginada lo es. Shirley Temple desaparece y sólo queda el eco del zapateo como gotas sobre la madera. La niña desaparece y sólo se persiste en esa condición de ser artista, dígase actriz, dígase teatrologa, directora de teatro, maestra, dígase Verónica. La escena la imagino en un cine de la Habana, un domingo caluroso, a esa hora en que las niñas parecen unas muñecas de porcelana china y en la que Dios ha olvidado adormecer los sueños de la gente.



Segundo movimiento

Retrato de una artista en primera persona

Mi vida artística comienza en 1953, en la televisión. El paritorio fue un tanto difícil, porque no conocía nada del medio artístico, salvo la intuición y las ganas, y con eso no es suficiente. Me presenté a un programa de aficionados, en la sección de Gaspar Pumarejo, y me aceptaron. El premio que recibí fue quedarme como actriz, y luego ayudar a los nuevos aspirantes, formando parte del elenco del resto de la programación. Por supuesto que en ese tiempo el trabajo actoral era gratis. La mayoría de los actores que trabajamos en esa época debíamos obtener fuentes de ingresos económicos de otros modos, porque la actuación no pagaba. Yo vendía productos de peluquería. Así entré en la televisión por primera vez, después lo dejé porque supe que el teatro apasionaba de una forma sorprendente. Pero mi llegada a las tablas no fue tan cómoda. Al principio, no me interesaba, quería hacer radio, televisión y cine, como medios más populares. No obstante, llego al teatro, por los enormes deseos de hacer cosas en el ámbito, así como la única manera de aprender, y por supuesto, irme dando a conocer.

Pasado dos años en que estuve haciendo papeles en la televisión, estreno mi primera obra de teatro. Recuerdo que era Amok, de Stefan Zweig, una puesta de teatro arena que buscaba experiencias novedosas. Ahí me estrené en el contacto directo con el público, y esa marca de trabajar inmediato al lunetario fue alucinante. En ese momento, mi trabajo actoral consistía en una enunciación elocuente, muy textual, todo en la base de la intuición, pasión y sensibilidad, que resumía un gran amor por el arte, pero un amor ingenuo, que como el teatro no se sustentaba en un idilio sino que debía convertirse en un oficio.

El aprendizaje hasta aquí había sido empírico. El deseo de vivir otra vida me impulsaba y no porque estuviera aburrida de la mía, sino por un entusiasmo distinto. El deseo me impulsó a aprender, me impulsó a encontrar esa emoción que no puedo evadir en la escena. ¿De quién entonces podría aprender esa técnica que no dominaba? La búsqueda duró mucho tiempo, ha durado tanto que no me siento conforme con lo que aprendí. Y no me refiero a los que me enseñaron, sino a ese estado de inconformidad que no me abandona al igual que el deseo de actuar. Por eso, a veces creo sentirme joven, muy joven, porque siento que la mente engaña al cuerpo y vuelvo a tener treinta. La juventud es intrépida, autosuficiente, padece del mal de querer ser, y pronto, porque el tiempo escapa, y se vuelve un amasijo de sueños truncos. A los treinta, los treinta parecen una edad, un presente inconsciente, luego, los treinta son un homenaje y un recuerdo nostálgico. La juventud sólo necesita encontrar el camino adecuado, el deseo de ser alguien siempre lo impulsará. Yo siempre he querido ser actriz, pero también siempre he sabido que para serlo habría que aprender mucho y esforzarse. Los años no me han quitado la razón, pero me han hecho sentir que he tenido poco tiempo para aprender lo que quería. De hecho, sólo sé que no sé nada, y el tiempo que me queda lo empleo para aprender un poquito más.

En esa época, principios de los sesenta, el teatro constituyó la realización de una persona. En pocos meses, integro el Teatro Experimental de Arte, ahí trabajo con prestigiosos directores y maestros que me enseñaron como encauzar ese flujo continúo de emociones que era la actuación. Los nombres son muchos, pero en todos existía un mismo afán, entregarse al teatro en cuerpo y alma. Allí respiré a la actriz Verónica Lynn por primera vez, trabajando con actores profesionales, intercambiando criterios con personas que tenían las mismas inquietudes, encontrando amigos. Recuerdo que en muchos sentidos tuve suerte, y aunque ahora puedo considerarlo una bendición, en el momento sólo notaba un ritmo convulso. De esta forma se une Erick Santamaría, Adolfo de Luis, La ramera respetuosa, La gata sobre el tejado de zinc caliente, Tennessee y Sartre, Ángel Toraño, René de la Cruz, Tomás Milián, Stanislavs… ¿qué?, funciones de lunes a domingo, matinee, salitas alternativas, el Gran Teatro de la Habana, el primer sueldo un peso y veinticinco centavos semanales, las escenografías creadas por nosotros, los ensayos después del horario laboral, el vestuario de Antígona, Anouillh, Francisco Morín, Teatro Prometeo, Piñera y su Falsa Alarma, Las Máscaras, Rubén Vigón, Lunes de teatro cubano, Antón Arrufat, Abelardo Estorino, José Triana, David Camps, Nicolás y Nelson Dorr, Teatro Nacional de Cuba, Seminario de Dramaturgia, José Brene, Eugenio Hernández Espinosa, Consejo Nacional de Cultura, Mirta Aguirre, Conjunto Dramático Nacional, Teatro Estudio, Vicente Revuelta, Raquel Revuelta, Roberto Blanco, Bertha Martínez, Rine Leal, Helmo Hernández, Casa de las Américas, Festival de Teatro Latinoamericano, Brecht, El círculo de tiza caucasiano, Teatro Musical de La Habana, Héctor Quintero, Teatro Rita Montaner, el Guernica, el Grupo Milanés, Tres historias para ser contadas, Osvaldo Dragún, La calma chicha, Santa Camila de La Habana Vieja, Aire Frío, los ensayos de El conde Alarcos, Luz Marina Romaguera, Ana, Camila, tantas imágenes que la cabeza parece quebrarse y la mente no encuentra un derrotero cronológico. Es algo inexplicable, tanto que no he vuelto a presenciar nada parecido. Los sesenta tuvieron esa epifanía, todo parecía posible, pero nada es absoluto, ni siquiera la verdad, porque los tiempos cambian, y con ellos, cambia la verdad también.

Las primeras clases de actuación me llegaron de la mano de Andrés Castro, director de Las Máscaras, había estudiado en New York, y de regreso a Cuba en un curso que brindó encuentro las primeras clases teóricas por veinte pesos mensuales. Ese fue mi primer encuentro con el método de Stanislavski, que luego profundicé trabajando con Adolfo de Luis. ¿Pero qué era la actuación para mí, aún en concepto? Seguía siendo una manera de convertirme en otra persona y contar su historia, en un espacio, frente a un público, con toda la fuerza y creencia de una experiencia propia. Luego, vienen los sesenta, y el trabajo en común proveía un conocimiento diferente. Ver actuar se volvió una herramienta tan importante como la teoría, como la praxis de lo teórico, tan urgente como dominar el método stanislavskiano. Es ahí donde la subida al escenario, ahora comprendía una coordinación de la voz, la dicción, la expresión corporal, el dominio del canto, la danza, la musicalidad de los gestos, la psicología adecuada; el cuerpo ya no era emoción desbocada sino maquinaria, y articularla coherentemente partía de un control autónomo del movimiento, aun cuando la búsqueda del personaje permaneciera en ese si mágico y conciliador, es decir en nosotros mismos: “si yo estuviera en esta situación”.

La actuación es adictiva, como un vicio, Verónica. Me lo he dicho muchas veces. Incluso frente al espejo, y éste, contesta lo que le da la gana, hace un movimiento en falso, me recita el soliloquio de un personaje olvidado o desiste de escucharme, da media vuelta y se escapa. En realidad he sido una espectadora con suerte de ese teatro cubano del que se habla con mayúsculas. Tal vez ese sea uno de los mejores protagónicos que me han otorgado. Asistí a momentos trascendentales de la escena, a la conformación de una identidad de la que pude ser partícipe con mi desempeño. A veces creo que no ha sido suficiente, otras veces, no me lo cuestiono, porque ante todo he dejado en cada trabajo una legitimidad absoluta, un deseo inagotable. Me reconforta esa idea. Y también la noción de que he construido mi carrera profesional conociendo el teatro por dentro, como en la búsqueda de cualquier personaje, incluso el de una actriz llamada Verónica Lynn, que sigue fascinada cuando en un teatro la aplauden.

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